lunes, 26 de enero de 2009

"YO TE DOY LA TIERRA, TU ME DAS EL MAR"

“Enamorarse es amar las coincidencias,
y amar, emanorarse de las diferencias.”
J. Bucay.


El secreto estaba en la fusión, en la mezcla de sabores. Eran tan diferentes el gustillo de sus pieles que cuando se juntaban las calles olían a almizcle, a romero y pachuli, al olor de las patios de La Habana, a las tardes de Sevilla aderezadas con su toque de limón. Era un olor único del que sólo ellos sabían descifrar la descendencia. El inconfundible aroma de una buena mezcla.
Habían decidido compartir con el otro aquello de lo que carecían. Fabricaban su aroma. Así, mientras uno ganaba en humildad, el otro lo hacía en autoestima. Mientras uno regalaba confianza, el otro lo obsequiaba con dejarse llevar. Un buen toma-daka. Un buen pacto. Sólido y necesario para ver tatuado aún en sus labios esa sonrisa felina y feliz, atados a esa luz que siempre les acompañaba.
Esa noche habían salido para cenar, olvidarse de la rutina de la tele indiscreta, y celebrar su tercer aniversario en el Menage a tròis. Y no iba con segundas, odiaban los tríos y el sexo en grupo. Desde que se conocieron se dieron cuenta que no necesitaban de un tercero para acompañar su compañía. Eran el pack perfecto, cóncavo y convexo, como el yin y el yang. Blanco y negro componiendo grises. Como el día y la noche, que básicamente van formando un perfecto día.
En pura alegría y conocimiento mutuo se habían convertido sus días. En una sucesión de sorpresas descubriendo nuevas sonrisas en el otro. Siempre nuevos ángulos desde donde ver a su partener y donde verse a sí mismo. Siempre aprendiendo de sus horas de almizcle y rosas. Días de nuevas fragancias siempre bienvenidas. Días de roce contínuo. Días de paz, blancos, perfectos para ser coloreados.
Gracias a esta perfección que aquí describo se habían ganado la envidia de todos. Más de uno intentó infiltrarse en su camino y mancillar el rumbo de esta bonita historia. Todos deseosos de tanta belleza, de tan bonita dualidad.
Pero la unión de estos seres era tan fuerte que no había tormenta humana que sucumbiera ante ellos. Su fuerza radicaba en vivir cada día como si fuera el último, embadurnándose de experiencias, como una lucha de barro donde los golpes eran solo caricias; y el barro, almíbar. Haciendo realidades de sus sueños, pegajosos, dejándose llevar, enajenados en, por y para los sueños del otro.
Eran conscientes de lo poco que dura el amor en este nuestro mundo rosa. Por esta causa aprovechaban los horas al máximo. Aprovechaban cada silencio mustio para tintarlo en rosa y hacerlo necesario. Se aprovechaban de cada suspiro para descansar en el y, ensimismados, captar y saborear los suspiros del otro.
Y en esa sucesión ya habían pasado tres años como si fuera un día. ¡Esa era la cosa! Y se alegraban por ello, por eso lo celebraban en esta noche de un gélido enero, en medio del bullicio de un menaje a trois calentito, en el centro de una orgía de voces en la que ellos aparecían como dos sordos que no escuchaban el barullo de la sala. Descubriendo las palabras que en silencio (y con los ojos) decía el otro. Bullentes miradas en medio del bullicio. Bonito monólogo escándalosamente silencioso. Se sentían ajenos a la hambrienta jungla que les rodeaba, acompañados por un buen tinto, autistas en el mundo del otro sin descuidar su mundo. Felices con las muchas diferencias que los hacían convertirse en una sola cosa: bonita, deseada, apetitosa, siempre joven, intocable, infranqueable y feliz.
A veces se podía ver en las pupilas del uno la cara del otro reflejada, y podías ver al otro sintiéndose observado y nunca ruborizado por ello. Ansiosos por descubrir más pasadizos y callejuelas en esas pupilas que tanto amaban. Los ojos de uno se habían convertido en las ventanas del otro. Unos verdes, otros marrones, pero que juntos formaban un color envidiado: verde mar, azul cobalto... Ojos que miraban lo mismo.
La primera vez que se miraron fue tal destello que Barcelona se quedó sin luz. En sus calles (ahora oscuras) un olor a almizcle y rosas inundaba la ciudad para que toda ella supiera que aun vagaba el amor por sus aceras. Y sólo esta ciudad almizclada de pasión, ganas y energía, renacía y volvía a la normalidad cuando juntaban sus labios. Besos que daban luz. El secreto estaba en la fusión.
Esa noche, entre miradas empapadas de envidia, nada ni nadie podía cortar la trayectoria de sus ojos. Solamente fueron sacados de esta enajenación llamada enamoramiento, que no encoñamiento, cuando el camarero les trajo sus platos, su festín para celebrar tamaña demostración de cariño, respeto, afecto y amor.
Evidentemente, sabiendo ellos de que la clave de su éxito estaba en fusionarse siempre, ataron sus manos por encima de la mesa para atender al camarero y que la degustación fuera máxima.
- Para quién es la ensalada del mar? Y para quien la de la huerta?- preguntó el tatuado camarero.
-Póngala aquí, gracias, es para compartir.- dijeron a la par.
Y cambiaban sus platos a la vez que comían. El mar y la tierra se unían, y nacía la vida.
El secreto estaba en compartir.
Degustaron la cena sin dejar de mirarse, sin perder el rasto de las niñas de sus ojos. Barcelona olía a almizcle.
Y una luz dejo ciega a esta ciudad en medio de la noche.
Tres horas más tarde, cuando llegaron a su lecho y se dieron un interminable beso, esta ciudad volvió a ser la de antes.
Y se hizo la luz.



JAVIER BRAVO
Barcelona, 14 de enero de 2008

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