miércoles, 28 de julio de 2010

“421 HORAS”




para R. H.

… en este viaje sólo se podía continuar viajando...
(Pura Vida. J. M. Mendiluce.)


Nos conocimos en una de esas macrofiestas que bien sabe montar Madrid para el Orgullo Gay. No iba con la intención de enrollarme con nadie aunque el ambiente que destilaba sexo, drogas y mucho house era propicio. ¿A quién no le gusta llevarse una alegría a la cama cuando no es tu ciudad la que te acoge? Iba con mi amigo Raúl Movida cuando, necesitado de tabaco, me acerque a la máquina y allí, cual mariana aparición apareció él. Dice que recuerda una luz amarilla maquillándome la cara procedente de la máquina de tabaco. Yo recuerdo la suya (también dorada) y cómo hizo que volteara la cabeza hacia él cuestionándome el poder de tan penetrante atención. Con un cigarrillo ya en los labios me perdí entre una humareda de biceps inflados y colocándome bailé.
Pero necesitaba aire.
Los cuerpos sudorosos y la testosterona mezclada con winstrol eran un excesivo cóctel para mí, que sólo quería disfrutar de la música y dar riendas sueltas a mi baile, sin tener que evitar tropezones o el anestesiado de turno que no encuentra el lugar ideal donde colocarse plantándose delante de ti, impertinando. Vislumbré un sitio perfecto: las escaleras, donde el hipervalorado aire se hacía sentir y, para qué engañarnos, donde también se podía seguir un control de las cinco mil personas que allí se despojaban a base de mover las caderas, yendo de un lado a otro como vacas sin cencerro y echando por tierra los quilos subidos en el gimnasio para tan sonada fiesta. Entonces me encontró. Sin quererlo sonó mi cencerro y esta vaca comenzó a pastar.
Una vez bien hallados duramos poco tiempo en La Riviera. Sabíamos que habíamos hecho una buena elección. Me despedí de Raulito y en un taxi emprendimos viaje al centro de Madrid.
Al llegar a su casa hablamos de muchos temas. No había premura. Desde un principio nos entendimos en un perfecto “espanglish”. Entre tantos clones él, que era bastante normalito, se convertía en la compañía perfecta, nos humedecían un mar de coincidencias. Entre tanta charla me sacó una careta de Comeme el coco negro, la misma que tengo en mi escritorio. Fue en ese instante cuando me dije que esta historia prometía, que sueño y realidad pueden ser la misma cosa y me prometí contárosla con casi todos sus minutos y señales.



Primero vivimos en la Calle Montera, luego nos trasladamos a Costanilla de los Capuchinos. Tuvimos una terraza preciosa cubanamente ambientada, aunque también con reminiscencias árabes y algo hippies. Cuando soñábamos venía a visitarnos nuestro dobergman pero nunca logró sacarnos de nuestra vigilia. Teníamos un estudio de grabación con aquella foto de Máximo Arroyo que tanto le gustaba, una biblioteca-escritorio donde yo tomaba el té con mis musas, y muchísimas plantas de maría algo camufladas. El olor siempre les delataba. Era consumo personal. Personal consumo éramos. Nos excitaba delinquir.
Pronto me vestí con su olor. Cierta fragancia derrochaba su testosterona que hacía que la mía se disparara y formaran una sensual mezcla. Me acostumbré a él, y ya no me pude despender. Supongo que a él le ocurrió lo mismo con mi sudor pues no paraba de oler mis camisetas, mis slips, mi nuca. Íbamos siempre bien maqueados con las costuras del otro, perfumados, cómplices de un juego olfativo que nos aletargaba mientras aspirábamos fuerte, llenando los pulmones de una sonrisa gaseosa que surgía siempre que nos hallábamos a muy pocos centímetros. Sus medidas se ajustaban a mi talle. Por esta razón nos intercambiábamos constantemente la ropa. Como el día y la noche comenzamos, vestidos a la par que desnudos, a mimetizarnos.
Fuimos uno, y también lo fue el camino por el que paseábamos encantados, seduciendo a cada paso.. Dicho sendero nos llevó a visitar varias exposiciones de Photo España, nos condujo al teatro, a dar largas caminatas por una colorida y calurosa Madrid de la cual no podía desatarme. Fuimos arrastrados por una marea que dentro se iba haciendo ola, sin compromisos ni planes. Por esta razón casi siempre nos abofeteaba el amanecer aun despiertos mientras nos deleitábamos con cualquier banal cosa que ya nos encargábamos en hacerla brutal. Brutal conexión que nos acompañó desde que nuestros ojos se cruzaron en medio de medio millar de dilatadas pupilas ávidas de complicidad. Un día me descubrí anudado de su mano. El también lo descubrió, y más tarde nos percatamos de que estábamos tejiendo un lazo de fuerte apariencia y mucha resistencia bordado a cada hora juntos. Su sonrisa era el buffet más ostentoso que pudo conocer el apetito mío. Era delicioso estar con él, y yo me estaba dando un atracón del mejor marisco, de ese que si se acaba encuentras explorando en su mar. Aprendí a bucear.
.Hicimos rutas gastronómicas; desayunamos muchas mañanas en el Vips; le presenté a mis padres pixelados; yo le vi correteando por las aceras de Portugal cuando era un crío; jugamos a la XBOX y aprendí a conducir con ella: un buen profesor, paciente copiloto y la mejor compañía para transitar callejuelas nuevas, esquivar bidones de gasolinas, pisar el acelerador con mimo y todo para llegar a tiempo antes de que el GAME OVER irrumpiera en la pantalla.
El juego continuó y comenzamos a hablar en plural. Los “deberíamos”, “podríamos”, “iremos” le dieron un buen empujón a los “me encantaría”. Teníamos que hacer un buen equipo, y como manos salvadoras que éramos sucumbimos a un pacto. Yo cocinaba, el hacía los porros. Y de esta manera, ataditos seguían corriendo los minutos. Yo comencé a entender El Señor de los Anillos de su mano. El comenzó a encender velas blancas pidiéndole a la suerte y yo a sonreír de la manera que él me enseñó: mostrando sin pudor mis grandes dientes. A mandíbula abierta se llenaron de luz nuestros ilusionadas horas que parecían no tener final. Alguien nos regaló un trébol de cuatro hojas.
Fui su distracción, él mi afrodisíaco. Imité su baile. Me vigiló el dormir. Le apoyé en su decisiva manía del café con leche en vaso. Hice mi primer cuscús. No nos extrañábamos ante el escape de algún eructo u otro gas. Vio mi rostro enfadado. Fuimos una máquina de sexo. Magistral sexo. Sin prisas y con muy pocas pausas. Compartimos secretos reales, y secretos de belleza. Le vi llorar y sonreír por dentro. Reímos mucho por fuera. Cazó alguna de mis lágrimas con sus dedos. Fui partícipe en varias ocasiones de su piel de gallina...
Nos hicimos aun más sensibles. Esa cualidad ya estaba innata en nosotros pero al estar juntos se multiplicaba. Era como si hacía un siglo yo hubiera conocido y adorado ya sus canas. Nada más lejos de la realidad.
La realidad era onírica a su lado. La realidad era que cada día se encendía más su belleza.
Un día se marchó y me dejó sólo. Apareció al cabo de cuatro horas con una canción para mí. Siempre había sido yo el que regalaba poemas y relatos. Era una extraña sensación a la que respondí con una completa mudez y total desconcierto aunque eufórica y silenciosamente contento y sorprendido. A él le cayeron dos poemas que rápidamente tradujo al inglés para digerirlos mejor. El poeta y el músico rimaban rimas consonantes. Pasión y timón. Y en clave de sol se inventaron una melodía llena de bienestar que cantaban sin abrir la boca mientras los pulmones se abrigaban de armonía. Nuestro arte nos unía aun más y el aliento que nos dábamos era una buena bocanada de aire para seguir volando. Otro día sus ojos se hicieron laguna cuando le regalé un Te quiero.
Y fabricándolos esquivábamos el fin. Algo en mí no quería abandonarle. Menos abandonarme a la mala suerte de no estar con él. Se convirtió en motivación, alegría, algo que masajeaba delicadamente una parte en mi, como un “fantasy men”.



Todo esto que he enumerado sólo ocurrió en un maratón de 421 horas. 17 días y medio con alas. Pero a pesar de ello nos dio tiempo para tambien disfrutar de los silencios.
A las 420 horas con 45 minutos, cuando yo emprendía mi viaje de vuelta (todo lo bueno se acaba) su eterna alegría se volvió gris. Nos juramos una cierta continuidad, pero la idea de separarnos después de hacernos tan sustancial compañía afeaba nuestros rostros. Era muy valioso lo que habíamos encontrado y ahora nos tocaba caminar por separados aunque con la satisfacción de saber que en cierta parte del mundo, y no muy lejos (gracias a Dios) había una posible alma gemela que sabía hacerte brillar. Se calentó el motor y el autobús marchó. Algo dentro de mi sonreía. A pesar de sus seriedad vi la sonrisa en él.
Al minuto 59 puse una mano abierta lentamente sobre el cristal, luego (emulando a un mimo) puse la otra. No era un sueño. Apreté mis labios y él, con su camisa de estrellas, hizo presente esa sonrisa. Se me cayó una lágrima al perderle de vista.
Pronto nos volveremos a ver.
Prometo aprovechar las horas, y solamente si batimos un récord (de la manera que sea. Me conozco), no podré reprimirme y os lo contaré.
Cierro esta historia con puntos suspensivos y los dedos cruzados.
Se que continuará....



JAVIER BRAVO.
Barcelona, 26 de julio de 2010.

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