jueves, 19 de julio de 2012

"KONFESIONES SIN SAL"

        a los colegas que me han dado parte de su ánimo. Ellos saben quien son. A las enfermeras y doctores del Hospital de Bellvitge.




       “… y me acordé de Dios, de mi antigua esperanza
      de que acaso existiera...Sólo tengo la esperanza
      de que exista.”
                                                              M. Benedetti.




     Hay para todo una primera vez.

    Cuando supe que tenía que parar de consumirla mi mundo se hizo ploffff. Ingresaba en el Hospital de Bellvitge casi desnutrido. Un exceso de ella me estaba matando y yo sin saberlo. Anímicamente me encontraba muy cansado y le echaba la culpa a la tristeza de mi última ráfaga... y así, un tanto alicaído, iba batallando entre mis días; aunque yo sabía desde adentro, que algo dentro no iba bien.

    Hay para todo una primera vez.

   Cuando llegó el día de mi ingreso, fui con mi mejor amigo al Hospital y allí me dejaron. Yo me quedaba contento para disfrutar de la experiencia, aunque mi amigo luego me confesó que ese momento le había partido el corazón. En el mío algo sonrió. Lo sentí por él.
    Sonreía pues para mi era la primera vez que iba a estar hospitalizado, y esa novedad sumada el hecho de que en teoría saldría de allí mejor, me ilusionaba. Jugaba con la suerte de tener gente cercana que había pasado por situaciones similares y habían salido a flote. Eso me daba aun mas ilusión. Las mismas con las que afronté el ingreso desde el primer día. Y dándole la vuelta a mi cabeza cuando llegaban las agujas, o degustando puntuales e insípidos manjares fui ese niño pequeño, convalesciente, sumiso y obediente que rezaba en silencio porque todo saliera bien y que bajaba a la zona wiffi del hospital, andando por las escaleras, sin tubos ni titubeos (thanks God) para conectarse a hurtadillas con el mundo.

   Tenía exceso de K en el cuerpo, y eso había que remediarlo.

   El potasio, o sea K (jajaja... te pillé) es una sustancia que tenemos todos en el organismo y que necesitamos para un buen funcionamiento, pero en exceso inhabilita poco a poco las funciones de los riñones. En mi caso, uno de los susodichos estaba hecho un cristo y había que ir a por su resurrección. Llegué ese miércoles al hospital muy delgado, alicaído, impaciente. Hoy comparo mi cara de hace unas semanas con la actual y es otra. La de hoy: saneada y tuneada, como la de ayer. Era consciente de que en mi último año mi masa corporal se había reducido, pero no era consciente de cuánto.

   Entonces se mascó la tragedia.

   Cuando el doctor se acercó la mañana del jueves a decirme que tenía que reducir la sal en las comidas me vino a la mente una imagen (real, realísima) de mis cenas en casa con el salero presidiendo la mesa, haciendo uso y gala de él cual maracas de Machín. Reconozco que comía con exceso de sal. A eso se le sumaba que yo, por mi negra genética, engullía de todo, pues -supuestamente- nada me engordaba. Hacía ab-uso de lo inabusable. (Entono desde aquí mi mea culpa...) Y si a eso le adicionamos que este muñeco ya no es un babe elaboramos un explosivo cóctel que por algún sitio tenía que salir. En mi caso eligió a uno de mis riñones y una sobredosis de potasio me dejó enclaustrado cerca de dos meses lleno de apatía, desgana, sin libido y con mal humor vegetando en las paredes de mi habitación.

     - ”Suerte que llegué a tiempo”, dijeron los doctores, “a ver que se puede hacer”.

   Y yo recé

   Los días en el hospital los recuerdo bien, pues al no estar entubado me daba mis relajantes y largos paseos. Un día descubrí que algunos enfermeros tenían el mismo pijama azul que me dieron al llegar. Y con mi abrigo por encima (disfrazado de enfermero para despistar) hacía mis largas excursiones hasta la cafetería, o iba a fumarme un cigarrillo a las afueras del hospital. Tuve suerte, pues en mi estancia sólo una biopsia, un par de transfusiones de sangre, mucho suero fisiológico y analíticas por un tubo (casi every day) fue lo que le cayó a mi cuerpo. Consideré a los doctores como amigos disfrutando de la experiencia de la primera vez. He de confesar que la idea de cirugías y diálisis me aterraba. Tenía la suerte de un compi de habitación al que le habían trasplantado un riñón y llevaba casi toda la vida en los hospitales. Me servía de apoyo, bálsamo y consuelo cuando yo le preguntaba lo que era una biopsia, una diálisis, y él en su gitaneo me lo explicaba mientras yo, implorando, iba superando mis miedos.

   Llegué a tiempo, dijeron los doctores, y eso calificaba mi experiencia como positiva -aun dentro de la gravedad-.

   Tuve suerte pues en los nueve días que estuve de “desintoxicación” mi riñón se recuperó y no hubo que ir a más. Y fue gracias a unos sobres de un polvo con olor avainillado, rictus de cemento y muy mal sabor que me daban 4 veces al día. Resin Calcio se llamaban. Sobres que estreñían una barbaridad pero a los que he de agradecerle el haberme dejado tan bien. También tuvo la culpa de mi mejoría el aprender a comer sin sal, había que acatar, como el niño que aprende una canción de cuna que no debe olvidar nunca jamás. Eché mucho de menos el olor de mi madre. Al igual que uno de mis riñones, ahora le necesitaba al cien por cien.
   Cuando el doctor se acercó aquel jueves a la habitación 39, y me dijo que no fuera tan salao' me volví ácido. Agridulce tristeza inundó mi estómago, y la dulzura de mi experiencia tendió a la hipertensión. Mis jugos gástricos se amargaron aun más... pero había que obedecer. Recé para que se adaptara mi paladar, y también lo hice cada vez que puntualmente llegaba a mi cama la bandeja azul. La hora de la comida o cena se hicieron querer. La esperaba como espera un diabético una tarta de fresa. Gula. Me lo comía todo. Aprendí a devorar. Tragaba imaginando que todo estaba salado y delicioso. Era mi principal objetivo recuperar la alegría y subir de peso. Y todo esto al mejor de los precios: comer, engullir, zampar y tras ingerir volver a comer. Quería ser un bear.
    Devoré todo. También las horas: pensando, organizando, eligiendo, simplemente viajando... Y descansé mucho esas sanas noches aunque las enfermeras lo intentaran impedir irrumpiendo cada quince minutos en mi habitación a por algo diferente. Conciliar el sueño es una tarea difícil en un hospital. Llegué a pensar que me expiaban y cuando mis párpados iban emborrachándose de gustera, llegaban ellas (sin avisar aunque muy atentas) a darme las pastillas de la noche, la merienda, tomarme la tensión, o a premiarme con otro de los intragables sobres de Resin Calcio. Lo increíble es que no paré de soñar. Una noche con una pizza enorme (serían las ganas); otro día con Messi (nos amábamos. Era un amor de película, en las gradas de un partido. Habían paparazzis. El me besaba sin importarle los flashes, yo me dejaba querer. Era mi chico 10 … luego desperté y ahora lo veo con otros ojos). En otra de mis siestas me vi junto a Paquirrin comiendo empanadillas en una plaza de Sevilla... y todo ésto sin doparme aun. Le quise echar la culpa a la medicación, pero no creo que aquel sobre me indujera a tanta paranoia. Me alegraba haber recuperado el poder de los sueños pues me levantaba creyendo en la veracidad de ellos. Volvía a soñar.

    Y con los dedos cruzados, rezando, comencé a verme vestido de futuro.

    Al cabo de unos días ya no podía aguantar tanta sosedad. Entonces, disfrazado de enfermero salí del hospital y fui a la cafetería exterior. Me compré una porción de tarta de Santiago y un bocadillo de atún (que luego engullí en mi habitación a escondidas) sin antes pedirle a la camarera unos sobres de sal que estuvieron acompañándome en la primera gaveta de mi habitación, camuflados entre mis enseres, para darle un poco de consistencia a mis ya exquisitas festines. No abusaba de ella. Sólo una pizca de una pizca. Eso sí, repetí mi paseo a la cafetería day by day. A las 7 de la tarde, lo recuerdo bien. Ya comenzaba a no soportar estar todo el día postrado en la cama de la habitación mirando la tele. Algo dentro estaba cambiando.

   Cuando el doctor se acercó a mi cama aquel viernes a decirme que esa misma tarde me iría, yo fui toda alegría. “Tu riñón se ha recuperado”, dijo esbozando una estilosa sonrisa. “No está del todo bien pero tratándolo con buena alimentación puede sanearse sin recurrir a la diálisis. Así que ahora a cuidarse... y a reducir la sal. Luego pasará la nutricionista y te hará una dieta.”
   Sonreí. Nunca me había puesto a dieta pero había para todo una primera vez. Sentía que mi cuerpo se hallaba fuerte, notaba haber subido de peso y lo comprobé cuando al pesarme descubrí que había aumentado cuatro kilos. Siendo obediente me había llenado de energía. Recé porque alguien había escuchado mis rezos y comencé a vestirme para volver a “mi” ciudad. Miré hacia la ventana. Afuera el sol era una provocación, y eso me provocaba. Salir de allí con aquel buen tiempo hacía que me sintiera como un pajarito acabado de nacer, pichón estrenando nuevas alas, animado, caliente y buenhumorado. Tenía ganas de hacer cosas. Era primavera en mí, y la necesitaba después de un año gélidamente gris.
   Y mensajee a mis amigos para hacerles partícipe de mi felicidad. Me habían quitado la sal en mis comidas pero me había endulzado la amistad. Aprendí en esos nueve días a corresponder a los míos y me juré quererles más, pues en situaciones como éstas es cuando ves los que realmente están en tu misma contienda. Hay que dar para recibir...Y era el momento de dejar de ser el chico desaborido que afrontaba los problemas desde la soledad. Quería aprender a contar con ellos y eso contaba. Me sentía vivo.
   Pasaron también por mi habitación 39 ellas: mis musas. De echo este escrito nació allí, en aquellas “horas muertas” que me estaban dando vida. Y me sorprendí con la creatividad asomada al balcón de mis atardeceres escribiendo sin la ayuda de aquel porrito que las atrapaba. Eso fue satisfacción pues me gustaba esa sana aventura. Crucial fue para mi experiencia el no perder el sentido del humor. Cuando llegué aquel miércoles pensé en él como el primer paso hacia la cura, y él hizo lo suyo filtreando, sin sosiego, con mi positividad.

   Cuando el doctor se acercó a mi cama y me dijo que filmara el alta médica sus palabras se hicieron oración. Estar hospitalizado esos días habían sido mi mejor psicólogo, impagable terapia y la tabla de salvación para salir de donde anímicamente estaba. Este coche necesitaba piezas nuevas. Me habían cambiado el chasis, ahora faltaba una buena chapistería y su mantenimiento. Sólo era el primer paso con el que descubría lo poco vulnerables que somos. No somos superhéroes.

   Reconozco que en un principio me deslumbraba la idea de estar hospitalizado. Hay para todo una primera vez. Como experiencia ha sido positiva. Una positiva puesta a punto. Pero punto! Lección aprendida. Escuchada alerta. Y ·aprehendida” la e-lección espero que sea la última vez, para arrancar de lo último de mi escala de valores el sitio donde había dejado mi salud. Consideraré aquello de que “los últimos serán los primeros” y cuidaré más de mí. Seguiré haciendo mis manjares en casa, aunque la sal me odie al no querer tocarla.

   Salí del hospital como quien sale de la ITV, con el sol tonificando mi cara, paso ligero y con una sonrisa que, saliendo de dentro, y se asomaba, casi virgen, a mi boca.
   Frente al cartel del metro el sol manchó mi cara, y al mirarme en el reflejo me encontré. Volvía a ser yo.
   Compré un nuevo billete pues el anterior ya lo había agotado y corrí cuando llegó la bestia de hierro como quien va a montar una montaña rusa, con mi mochila y mis medicamentos, y pensando que siempre que es la primera vez de algo, hay para otro algo una última vez.



JAVIER BRAVO.
Barcelona, 22 de marzo de 2012




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